Sabonis le odia, Corbalán le odia, Fernando Martín le odia, Meneghin le odia, Antonello Riva le odia… media España le odia mientras la otra media celebra —“Sí, sí, sí, me mola Petrovic”, canta la Demencia—… Es el verano de 1987 y a sus 24 años, Drazen Petrovic reina en el baloncesto continental después de dos Copas de Europa consecutivas, la primera ante el Real Madrid, la segunda ante el Zalgiris de Kaunas y una Recopa ganada al Scavolini italiano. En medio de la euforia y las celebraciones, en medio de los bailes y las burlas, los odios, los silbidos y las persecuciones por toda la cancha para tumbar al provocador, el yugoslavo anuncia su fichaje por un gran equipo europeo. “La próxima será mi última temporada en la Cibona”, dice, ante la decepción del público de Zagreb, que sabe que con él se escapa un mito.
Ese gran equipo, luego se sabrá, es el Real Madrid, referencia inevitable en todo lo que tenga que ver con Drazen. El mito no haría sino crecer, entre más títulos, más medallas, más reconocimientos y una muerte terrible que sacudió a todo el mundo del deporte en lo más alto de su carrera. Como las estrellas de cine. La historia de Drazen Petrovic probablemente dio un giro aquel junio de 1987 pero no era sino un giro más de los muchos que merecen ser contados, desde su debut con 15 años hasta el trágico viaje a Munich que acabó con su vida.
Esta vida.
De Sibenik a Zagreb
Todo el mundo sabe que Petrovic era de Sibenik, igual que todo el mundo sabe que Mozart nació en Salzburgo. Poco se sabe sin embargo del equipo de su ciudad, el KK Sibenka, donde se desfogaba en su juventud Alexander, el hermano mayor, miembro de la selección yugoslava ya en 1982, con solo 23 años, medalla de bronce en aquel Mundial de Cali donde Sabonis empezó a asombrar al mundo. Alexander era un base maquiavélico y desesperante. Un tipo carismático, capaz de poner a la vez la provocación y el sentido común. Tirar la piedra y esconderse en la tangana.
El Sibenka había pasado casi toda su trayectoria en las divisiones inferiores de la liga yugoslava hasta que en 1979 ascendió a Primera y la nueva generación lo convirtió de inmediato en un equipo de categoría nacional, una alternativa a los Partizán, Estrella Roja, Zadar o sobre todo el Bosna Sarajevo, gran referencia de los 70. Alexander, la gran estrella, tenía además un hermano pequeño, Drazen, del que se venía hablando mucho tiempo por sus actuaciones en los juveniles, sobrepasando a menudo los 40, 50, 60 puntos por partido. Su debut con el primer equipo llegó en 1979, con apenas 15 años. Coincidió brevemente con su hermano, que fichó por el gran equipo croata, la Cibona de Zagreb, y aceptó inmediatamente su rol como sucesor familiar al frente del equipo.
Aquel chico era completamente distinto de todos los demás. No solo tenía el carisma de su hermano sino que le superaba en prácticamente todas las facetas del juego. Era un tirador excelso y un penetrador como no ha habido otro en la historia del baloncesto europeo. Capaz de irse a los 50 puntos y a las 25 asistencias en el campeonato local, su ausencia de la lista yugoslava para el citado Mundial de Cali fue considerada una barbaridad. Estamos hablando de un chico de solo 18 años, de acuerdo, pero que en solo una temporada ya había llevado al Sibenka a la final de la Copa Korac, que perdería con el Limoges francés.
Como si tuviera que demostrar algo a alguien –cada partido de Petrovic parecía una venganza, la necesidad constante no ya de vencer y convencer sino de humillar– el año siguiente, Drazen mejoró sus prestaciones: alternando las posiciones de base y escolta, un juego indefinible, eléctrico, traicionero… el pequeño de los Petrovic promedió 24,5 puntos por encuentro, llevando a su equipo a dos finales: la de la liga yugoslava, que ganó ante el Bosna —aunque después la Federación, en aquellos turbios 80 tras el telón de acero, desposeyera al Sibenka del título— y de nuevo la de la Copa Korac, que volvió a perder ante el Limoges de Dacoury y el infalible Eddy Murphy. Aquel partido lo jugó Petrovic con un terrible orzuelo en el ojo y apenas pudo anotar 12 puntos. Fue el día que se cansó de perder.
Ese mismo verano, siguiendo los pasos de su hermano, fichó por la Cibona. Después del preceptivo año de servicio militar obligatorio, Drazen cogió las maletas y se fue para Zagreb.
La gloria en la Cibona
Drazen Petrovic no llegaba a cualquier equipo, sino al campeón de Yugoslavia. Después de su primera experiencia olímpica, que se había saldado con una enorme decepción tras ser incapaz de defender el título por una inesperada derrota en semifinales contra España, el pequeño de los hermanos tenía que buscarse un lugar en una plantilla con roles muy definidos y con personalidades muy potentes: la Cibona era básicamente el equipo del pívot Andro Knego, clave en la consecución del título el año anterior, y contaba con jugadores como el propio Alexander, el ala-pivot Mihovil Nakic o el joven Cutura, que ya apuntaban muy alto.
Drazen empezó el año como promesa que debía ganarse la confianza de Mirko Novosel y acabó como gran figura de Europa, su primer año de dominio, puño siempre en alto, doble finta con tiro a tabla, rachas impresionantes de triples, partidos con 15-20 asistencias, todos rendidos ante su talento. En su primer año en Zagreb, Petrovic anotó 32,2 puntos de media en la competición nacional, ayudando a la Cibona a su segundo entorchado consecutivo y lideró al equipo hasta la final de la Copa de Europa, la primera de su historia, también con más de 30 puntos por partido.
Aquella final fue la primera de dos legendarias: le enfrentaba al gran Real Madrid de los 80, equipo siete veces campeón de Europa, con el imponente Wayne Robinson, el mejor Fernando Martín, un anotador de primera como Brian Jackson, más los habituales Corbalán, Iturriaga, Del Corral, Biriukov, Romay, Rullán… Ambos equipos ya se habían enfrentado en la liguilla previa dos veces. Las dos había ganado la Cibona con exhibiciones de Petrovic, quien anotó 79 puntos entre los dos partidos. El primer tiempo resultó igualado, un intercambio suave de golpes con Drazen a medio gas. El segundo fue una exhibición yugoslava capitaneada por su imparable número 10, que anotó 26 de sus 36 puntos finales, llevó a Iturriaga a la desesperación absoluta y acabó bailoteando mientras subía el balón, la lengua fuera, riéndose de todas las convenciones, campeón absoluto a los 22 años.
Era el final de una época para el Madrid y el principio de una rivalidad estelar en Europa: el eléctrico y provocador Drazen Petrovic, base de casi dos metros, contra el enorme Arvydas Sabonis, con su melena al viento, su elasticidad impropia de un hombre de 2,20, su rigor soviético, hierático, imponente… Que ambos jugadores se enfrentaran un año después en la final de la Copa de Europa de 1986 fue una bendición para el espectador, un recuerdo único. El Zalgiris de Kaunas no solo contaba con Sabonis en sus filas. Aquello era un equipazo impresionante, con Kurtinaitis, Homicius, Iovaisha… la base de la selección soviética que sería campeona olímpica en 1988.
La Cibona se presentó a ese partido con dos bajas notables con respecto al año anterior: Knego y el propio Alexander, tentado por el dinero italiano. El base y el pívot titulares, ni más ni menos. El equipo era Drazen Petrovic y poco más. Tanto se tuvo que multiplicar el genio de Sibenik que aquel año se fue a los 43,3 puntos por partido en la liga yugoslava y a los 37,0 en la competición europea, incluyendo un glorioso partido, precisamente ante el Scavolini de su hermano, donde llegó a los diez triples anotados.
Para el recuerdo quedarán los 112 puntos que le endosaría esa temporada al Olimpia de Ljubljana esloveno, la cifra más alta de su carrera.
Los lituanos llegaban a la final como favoritos y Sabonis aprovechó para lucirse en la primera parte, con 17 puntos, 8 rebotes y 2 tapones. Sin embargo, los ninja croatas no se rendían. En un partido de guerra de guerrillas, con Nakic estorbando al gigante soviético hasta la desesperación, la tensión se fue materializando sobre la cancha hasta que explotó: en uno de los escasos ataques de ira que se le recuerdan a Sabas, el pívot cruzó la pista corriendo para darle un manotazo a su defensor, lo que le costó la expulsión. Los jovencísimos Cvjeticanin y Usic tomaron el relevo anotador de un fallón Drazen —ocho minutos sin anotar, 22 puntos al final— y llevaron al equipo a su segundo título europeo en medio de una monumental tangana, con Homicius y Kurtinaitis detrás del diablo de Sibenik, mientras este se mofaba con pases por la espalda, regates imposibles y puños al aire.
Consolidado en el estrellato y en el odio, Petrovic y la Cibona ganaron aún un nuevo título europeo, la Recopa de 1987 y llegaron a la final de la Korac de 1988, de nuevo ante el Real Madrid, al que habían derrotado en sus cinco compromisos anteriores. Esta vez las cosas fueron distintas: con su fichaje ya hecho desde un año atrás y pocas ganas de soliviantar a las gradas, un Real Madrid en el que Corbalán e Iturriaga ofrecían sus últimos actos de servicio antes de abandonar el club, se quitaba aunque fuera de manera simbólica la espina con una cómoda victoria a doble partido.
Petrovic se despidió del Palacio de Deportes entre aplausos, los mismos que recibiría a su vuelta en septiembre.
La liga de Petrovic
El fichaje de Drazen por el Real Madrid, gestión exclusiva del presidente Ramón Mendoza, empeñado en que su equipo de baloncesto volviera a dominar no solo el campeonato español, sino el europeo, fue la gran novedad de la temporada 1988/89 en el baloncesto continental. Aquella liga se llamó sin más “la liga de Petrovic” y el croata fue el gran protagonista de septiembre a junio.
Se dice que desde el principio tuvo problemas en el vestuario. No es de extrañar si se tiene en cuenta su historial anterior en Zagreb y su estilo de juego, en ocasiones demasiado individualista. Convivir con un genio no es sencillo y cuando llegó a Madrid, Drazen estaba convencido de que podría hacer lo mismo que en el Sibenka y la Cibona, es decir, liderar al equipo y convertirse en la única referencia.
Gracias a Petrovic, el Madrid ganó la Copa del Rey y derrotó al Snaidero Caserta de Óscar Schmidt Becerra y Ferdinando Gentile en una final de la Recopa memorable: el brasileño se fue a los 44 puntos… el croata hasta los 62. La exhibición fue tal que copó todos los titulares y convenció a los directivos de los Portland Trail Blazers de que había que dar el todo por el todo para llevarse al jugador a la NBA. Según la prensa, el partido sirvió para acabar de dividir la plantilla blanca: la relación entre Petro y la otra gran estrella, el histórico Fernando Martín, se congeló definitivamente a partir de entonces, más aún cuando el croata empezó a insinuar en algunas entrevistas que aquel primer año en la capital podía ser a la vez el último.
Con acordes y desacuerdos, el Madrid llegó a la final de la ACB. Enfrente, el Barcelona de Aíto. Aquella serie fue un tobogán de sensaciones: en el primer partido, el Barça arrolló (94-69), en el segundo, Petrovic empató la eliminatoria. El tercero, ya en Madrid, volvió a caer del lado blaugrana mientras el cuarto se lo llevo el Real agónicamente (88-87) en un partido en el que Drazen se fue a los 42 puntos.
El quinto partido se celebraría en Barcelona, Palau Blaugrana lleno hasta la bandera. La liga de Petrovic daba el último suspiro y todos esperaban al croata… cuyo protagonismo fue eclipsado por el árbitro Juan José Neyro, que no solo le expulsó después de un escupitajo, sino que de paso eliminó por faltas a siete jugadores visitantes. El Real Madrid acabó perdiendo ese partido y esa liga con cuatro jugadores sobre el parqué y su estrella bajo una toalla en el banquillo. Esa sería la última visión de Petrovic con la camiseta blanca. Aquel verano se declaró en rebeldía —un estado habitual en él— y emprendió la fuga a Estados Unidos.
El esplendor yugoslavo
Mientras la Cibona dominaba a nivel de clubes, el dominio yugoslavo se empezaba a cimentar de manera escandalosa. Después de vivir a la sombra de la Unión Soviética en el Europeo de 1985 y el Mundial de 1988, Yugoslavia llegaba a “su” Eurobasket, el de 1989, con uno de los mejores equipos que uno podría soñar, probablemente la mejor selección FIBA de la historia. Dirigido por Drazen Petrovic, el equipo de Dusan Ivkovic incluía a jugadores como Dino Radja, Vlade Divac, Zarko Paspalj, Jiri Zdovc, Pregdag Danilovic, el veterano Zoran Cutura, compañero de aventuras de los Petrovic en Zagreb… y un jovencísimo Toni Kukoc, recién coronado campeón de Europa con la Jugoplastika.
Es difícil igualar lo que consiguió aquel equipo. Cada partido era una exhibición con la saña habitual. Lo tenían todo: intensidad, rebote, habilidad, tiro exterior… ganaron sus tres partidos de la fase previa con una media de más de 102 puntos por partido, en semifinales se impusieron a Italia por un contundente 97-80 y la final fue una de las más desequilibradas de la historia. La campeona vigente, Grecia, con los Gallis, Giannakis, Fassoulas y compañía, había dado la campanada eliminando a la Unión Soviética pero fueron presa fácil de los depredadores locales: 98-77.
Como el hambre de toda una década no se quita en un verano, el año siguiente, ese mismo equipo, con la baja de Radja pero las incorporaciones de Zoran Savic, Velimir Perasovic o Zeljko Obradovic, se presentó en el Mundobasket de Argentina dispuesto a no perdonar ni una. Tras un inicio titubeante, derrota ante Puerto Rico incluida, los chicos de Petrovic se pusieron manos a la obra: 105 puntos a Brasil, 100 a la URSS de Sabonis y una nueva paliza a Grecia dejaban al equipo en semifinales ante los Estados Unidos de Kenny Anderson y Alonzo Mourning, las dos grandes estrellas universitarias de aquel año.
Era el enfrentamiento de dos trayectorias muy diferentes: Estados Unidos había sufrido para ganar el Mundial de España del 86 y cayó con cierta contundencia ante la URSS en las semifinales de los Juegos Olímpicos de Seúl 88. Su dominio ya no era insultante: los universitarios pecaban a menudo de inexperiencia en momentos clave y sus entrenadores no se acoplaban al nuevo ritmo europeo, más trabado, más táctico, cada vez más físico. El mítico Mike Krzyzewski, sempiterno “coach” de Duke dirigía aquel año a la selección, buscaba maneras de frenar al rodillo balcánico. Su trayectoria en el torneo había dejado muchas dudas: también perdió contra Puerto Rico y sufrió lo indecible para clasificarse ante Australia y Argentina.
A pesar del evidente nerviosismo yugoslavo, enfrentados al reto de ser favoritos por primera vez en su historia ante los americanos, la selección “plavi” se llevó el partido con otra exhibición ofensiva: 99 puntos por 91 de los estadounidenses. En la final esperaba la Unión Soviética, el otro gran tótem del baloncesto mundial, a la que habían derrotado por 23 puntos de diferencia en la ronda preliminar. Aquella URSS daba sus últimas bocanadas y se notó en la final: Drazen Petrovic, mucho más serio, más centrado, más decidido a comandar al equipo en vez de lucirse con individualidades, lideró a Yugoslavia con 31 puntos. Campeón del mundo por primera vez en su carrera, el croata se reivindicaba así después de un año aciago en Portland.
Al acabar el partido, se produjo el incidente que cambió el rumbo de un país y un deporte: un periodista, para celebrar la victoria, trató de entregar una bandera croata a Petrovic. Vlade Divac, serbio, se acercó iracundo, empujó al periodista en cuestión, le arrebató la bandera y la arrojó al suelo. Aquel gesto fue la condena de Divac en Croacia, le hizo pasar por el ultranacionalista serbio que probablemente no era y dio comienzo a una campaña de acusaciones que acabaría con la ruptura de su amistad con Drazen Petrovic un año después, cuando, tras ganar su tercer gran torneo internacional, el Eurobasket de Italia 1991, Yugoslavia se rompiera en mil pedazos y Serbia iniciara una cruenta guerra contra Croacia después de que tanto ésta como Eslovenia declararan su independencia.
Cosas que hacer en Portland cuando eres suplente
Precisamente Divac fue el gran apoyo de Petrovic en la NBA durante el horrible año y medio que el croata pasó en los Portland Trail Blazers. Anotador impenitente, acostumbrado a jugar 40 minutos por partido y tener el balón en sus manos de manera continua, Petrovic se topó en Portland con un equipo ya hecho, con roles muy fijos, una estrella indiscutible —Clyde Drexler— que además jugaba en su puesto y el fichaje a última hora de Danny Ainge, otro base-escolta, que le quitaba definitivamente un puesto en la rotación.
Los éxitos del equipo no mitigaban la tristeza de Petrovic, lejos de su familia, de viaje constante por todo Estados Unidos y condenado al rol de agitador puntual en partidos complicados y figurante de lujo en los “minutos de la basura”. Sus números bajaron a 7,6 puntos por partido en poco menos de 13 minutos, indicativos de su facilidad para anotar y a la vez de su poca implicación en el juego. Aquel año, el equipo llegó a la final de la NBA, que le enfrentó a los Detroit Pistons. El papel de Petrovic en aquella serie fue poco menos que testimonial salvo en el segundo partido, el único que ganó Portland y en el que Drazen anotó 8 puntos decisivos desde el banquillo. Como premio, Adelman le dejó jugar en el tercero, pero su 0/5 en tiros de campo tumbó sus esperanzas: apenas 4 minutos en el cuarto encuentro e inédito en el quinto.
Para Drazen, aquello era una tragedia. Por supuesto, él era un ganador, sería absurdo decir que no jugaba para ganar pero sobre todo jugaba para divertirse. Era un trabajador brutal, carne de gimnasio y tiros en suspensión en cada entrenamiento. Toda esa energía desperdiciada pasando toallas en el banquillo era demasiado para él. Ningún anillo hubiera compensado la frustración y, ya a los 27 años, la solución no podía retrasarse demasiado. Había dejado su corona indiscutible en Europa con la idea de algo más que un papel secundario en una superproducción. Por supuesto, eran tiempos difíciles para los europeos en la NBA, pero Detlef Schrempf se consolidaba como estrella de la liga, Sarunas Marciulionis destellaba en los Golden State Warriors, Aleksandr Volkov cumplía en Atlanta y su gran amigo Vlade Divac era titular ni más ni menos que en Los Angeles Lakers. ¿Por qué no podía triunfar él, que era mucho mejor jugador que todos ellos juntos?
Empeñado en jugar por encima de todo, Petrovic pidió el traspaso a los New Jersey Nets, una de las franquicias malditas de la NBA, hundida en el pozo de la clasificación. Aquello era un “todo o nada”, la vuelta a Madrid siempre presente en su cabeza. Si las cosas en Nueva Jersey no salían bien, el croata se volvería de inmediato. Mendoza esperaba con los brazos abiertos.
Rumbo al All-Star
Llega, pues, 1991, otro año clave para Petrovic. Su familia sigue viviendo en Croacia, objetivo militar del ejército aún llamado yugoslavo pero que en realidad solo representa a Serbia. La preocupación por su país compite con su propia angustia en la realidad de la NBA. El cambio de equipo al menos ayuda: en los Nets, al rebufo de Derrick Coleman y Kenny Anderson, consigue ir haciéndose un sitio. Sus medias suben a los 12,6 puntos por partido en poco más de 20 minutos. Ese chico vale, dice la prensa de New Jersey, enamorada de su carácter competitivo, su alegría casi rabiosa sobre la cancha… Ese chico no defiende, se empeñan en decir los críticos.
Petrovic se toma las pesas en serio. Cambia su cuerpo por completo, hombros altos, pelo corto, mirada tensa. Algo le ha hecho pasar de niño juguetón a hombre distante. Drazen intenta olvidar el drama de su país en gimnasios y parqués. Llega al “training camp” de los Nets hecho una mole y más ágil que nunca. Ha mejorado su defensa, ha mejorado su tiro, ha mejorado su determinación sobre la cancha, ya no tiene que pedir perdón a nadie.
Los resultados se dejan ver desde el principio. Con el veterano Chuck Daly en el banquillo, los Nets necesitan un incentivo para captar nuevo público y lo encuentran en Drazen. Petrovic se convierte en titular, impresiona con su tiro, acaba segundo de toda la liga en porcentaje de tres puntos con casi un 45%, llega a los 20,6 puntos por partido y, con el 3 a la espalda, lleva a su equipo a los play-offs de la Conferencia Este, donde caerá en cuatro partidos frente a los Cleveland Cavaliers de Mark Price y Kevin Daugherty.
Su cara ha cambiado, su juego ha cambiado. Ya no es tan explosivo como antes, aunque vuelva a superar los 30 puntos con asiduidad. Hay un punto cerebral, maduro, en todo lo que hace. La siguiente temporada tiene que ser la del paso definitivo al estrellato, Drazen no contempla otra opción. Drazen sabe que anota 20 puntos por partido porque le dejan anotar 20. Si le dejaran anotar 30, si convenciera a su entrenador de que su rol es anotar 30, lo haría, punto. Es un caníbal desatado, catorce temporadas como profesional ya a sus espaldas y lo mejor aún por llegar…
Empieza la temporada 1992/93 como un huracán. “Petro, Petro”, gritan los fans de East Rutherford, mientras Petro anota un triple tras otro. Ya ha conseguido ser la máxima referencia de su equipo. Los primeros meses son tan buenos que está en todas las quinielas para el All-Star, rozando los 25 puntos por partido. Sin embargo, los prejuicios pesan demasiado. Aún es pronto para darle a un europeo un puesto en el partido de las estrellas americanas, aún no han llegado los Kukoc, Nowitzki, Gasol, Parker y compañía… Petrovic anota con desprecio: casi un 52% en tiros de campo, algo inaudito para un tirador exterior, de nuevo rozando el 45% en triples.
Su defensa ha mejorado y su rol como escolta, al lado de Kenny Anderson o Mookie Blaylock, le define como jugador. Ya no tiene que preocuparse de que los demás jueguen. Tampoco es que nunca haya sido una gran preocupación, pero desde luego ahora no entra en su cabeza ni en la de su entrenador: tirar, anotar, tirar, anotar… Eso es Drazen Petrovic, que acaba la temporada con 22,3 puntos por partido, el undécimo en toda la NBA, y es incluido en el tercer mejor quinteto de la liga, un éxito impresionante en aquella época.
Los Nets vuelven a llegar al play-off aunque vuelven a caer ante los Cleveland Cavaliers, esta vez en cinco partidos. Son un equipo joven, eléctrico, anotador y con todo el futuro por delante.
Carretera hacia Munich
Croacia. Petrovic nunca había destacado por su nacionalismo pero en cuanto empezó la guerra no tuvo la menor duda a la hora de posicionarse activamente: intentó sacar a su familia del país, promovió acciones de solidaridad en Estados Unidos, ayudó al nuevo gobierno con su propio dinero, se distanció terriblemente de Vlade Divac, considerado poco menos que un demonio por la opinión pública croata, y se ofreció el primero para apoyar a la incipiente selección nacional de su nuevo país, digna heredera de los éxitos yugoslavos de los tres años anteriores.
Su primer torneo como internacional croata fueron los Juegos Olímpicos de Barcelona. Junto a él está la gran hornada de la Jugoplastika de Split, extendida ya por todo el planeta: Kukoc, Radja, Perasovic, Tabak… más el contundente Vrankovic, el veterano Arapovic, el infalible Cvjeticanin y jugadores jóvenes como Alanovic o Komazec, llamado a ser su sucesor. Su papel es brillante. Jugando de base y no de escolta, preocupado en involucrar a todo el equipo en el juego y sabiendo ceder responsabilidades en Kukoc y Radja cuando es preciso.
Después de una semifinal heroica ante la CEI, es decir, Rusia y algunas repúblicas ex soviéticas, en la que Croacia remonta seis puntos en un solo minuto y acaba imponiéndose (75-74), con dos tiros libres de Drazen -27 puntos en total-, el Dream Team espera en la final olímpica, el sueño para cualquier jugador de baloncesto. Ambas selecciones ya se habían enfrentado en la primera ronda con clara victoria estadounidense (103-70), con Scottie Pippen empeñado en demostrar al gerente de los Chicago Bulls que su futuro compañero Toni Kukoc era una burbuja inflada por la prensa.
Los primeros diez minutos de la final son de lo mejor del baloncesto contemporáneo. Petrovic empieza a anotar triple tras triple, penetración tras penetración, incluso Arapovic corre los contraataques y de repente, Croacia se encuentra por delante en el marcador, 25-23. La primera vez que sucede en todo el campeonato y orgullo suficiente como para contarlo a generaciones. El resto del partido sigue por los cauces habituales hasta llegar al 117-85 final, los croatas eufóricos con sus banderas en el pódium olímpico.
Un año más tarde, incluso después de una temporada agotadora y exitosa, Drazen Petrovic vuelve a juntarse con su selección en junio, recién acabados los play-offs, para jugar el pre-europeo de Polonia. Sería una decisión incomprensible hoy en día, tiempos en los que muchas estrellas no se presentan siquiera en Campeonatos del Mundo, pero el compromiso de Drazen es inquebrantable y no pierde ocasión para demostrarlo. Croacia se clasifica sin problemas, con 30 puntos de su base en el último partido del torneo.
En vez de viajar con el resto del equipo en avión a Munich, donde seguirán la concentración cara al Eurobasket de Alemania de ese año, Drazen prefiere hacer el viaje en coche con su novia, por razones aún no demasiado claras. En medio de la noche, mientras el base duerme en el asiento del copiloto, un camión pierde el control y se estampa contra su automóvil. Petrovic muere en el instante, a los 28 años. Cuando la noticia llega a la selección, nadie puede creérselo. Nadie quiere creérselo.
Las radios despiertan Madrid con la muerte de Petrovic, la ciudad que más le ha adorado y le ha odiado de todo el planeta, y la sensación es de un vacío inmenso para cualquier aficionado al baloncesto. Petrovic había estado ahí durante años y años, sí, pero seguía siendo un crío, un chaval que se acercaba a la treintena dispuesto a comerse el mundo. El homenaje que le rinden todos las selecciones en Alemania es emocionante, Croacia le dedica la medalla de bronce con una exhibición ante Grecia, una paliza cruel, llorosa, llena de rabia, la misma rabia con la que Drazen elevaba su puño en el Sibenka mientras anotaba los tiros libres que daban al equipo de su ciudad natal el primer título de liga.
By Guillermo Ortiz
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